23 de Enero. Pies para qué os quiero.
Esta semana tengo poco
que contar de la planta, porque no he trabajado allí, he estado haciendo otras “cossasss”
(me muevo la melena el plan “juas, juas”). Es que he estado rodando en el
hospital. He ejercido de actriz para el sistema sanitario (aunque pensándolo
bien lo hago toda las tardes), pero esta vez, literalmente. Hemos rodado el
plan de prevención frente a grandes catástrofes. Y no, no me ha tocado el papel
de médico, ni de enfermera, ni bombera… He sido: la paciente.
Consistía en las
diferentes maneras de evacuar a un enfermo, en el hipotético caso (¡Dios no lo
quiera!) de que hubiese un incendio. Además de pasarlo mucho mejor haciendo el moñas que sacando pastillas, he
aprendido un montón, ¡mira tú!; porque os aseguro que nadie me ha informado en
mis doce años de profesión de lo que hay que hacer (además de correr).
Pues me sacaban a
borriquito, a la sillita la reina, o me tiraban al suelo (con sumo cuidado) y
me arrastraban con una manta por el pasillo o con un colchón escaleras para
abajo. Cuando las habitaciones estaban evacuadas, un auxiliar, tranquilamente,
entraba, cerraba el oxígeno, apagaba la luz, y al cerrar la puerta tendía una
almohada como testigo de que esa habitación ya estaba vacía… ¡Fácil y sencillo!
Y muy práctico…
¡Venga hombre!
Os pongo en situación.
Mi planta es muy alta, mucho, tanto que a la que hubiera una pequeña lumbre en
el semisótano a nosotros ya nos asfixiaría el humo, (usemos de ejemplo la
diecisiete). Al final de los dos pasillos, con trece habitaciones cada uno, hay
una puerta con una escalera de emergencia roja, muy estrecha, que da un miedo
horroroso y que las únicas que suben y bajan son las palomas.
Ahora me pongo en el
caso de que hubiera un incendio, un sábado por la tarde y tuviéramos que
evacuar las SEIS asustadas
trabajadoras a los CINCUENTA abuelos.
—Vamos Antonia, que hay
un incendio, súbete a borriquito, que te voy a bajar las diecisiete plantas a
mis hombros.
Me imagino a Antonia… «¡Uy,
niña, qué prisas! Espera que coja mis dientes. ¡Pero bueno, ten cuidado, qué
bruta! ¡Niña que me haces daño! ¡Ay, ay mi cadera!»
Lo de bajarlos por el
colchón, inviable, no entra por la escalera. Y lo de la manta, por el pasillo
está muy bien, pero al llegar a la escalera…
a) ¡Vamos
arriba todo el mundo! ¡Ahora a bajar solitos!
b) Tiras
de la manta para abajo, tranco a tranco, y ni caso a los gritos.
No lo veo claro, no, pero no por las
opciones a y b, sino porque quítale tú una manta a un abuelo, te monta la de
Dios es Cristo.
El caso es que después de bajar las
diecisiete plantas, te tienes que subir para seguir salvando a los octogenarios (esa es la media de edad de mi servicio) que has dejado esperando a que les toque el turno. Y todo eso con un humo asfixiante, adrenalina a mil, más miedo que vergüenza y
sin hacer ejercicio desde hace más de un año…
Se me está poniendo mal cuerpo de
pensarlo… ¿Sabéis lo que os digo? Que si sigo trabajando en mi planta (después de
escribir esto es más que probable que me echen), y hay un incendio: agarro mi
bolso, como máximo grito «¡fuego!», y tal cual propone el dicho popular, ¡pies,
para qué os quiero!
Irene
Ferb.
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